Nuestro invitado reflexiona sobre el momento que vivimos como sociedad. Es ahora, dice, cuando cobra sentido la determinación de avanzar a sabiendas de nuestra propia fragilidad.
Por: Francisco de Roux*
Nos creíamos invencibles. Íbamos a cuadruplicar la producción mundial en las tres décadas siguientes. En 2021 tendríamos el mayor crecimiento en lo que va del siglo. Matábamos 2.000 especies por año haciendo alarde de brutalidad. Habíamos establecido como moral que bueno es todo lo que aumenta el capital y malo lo que lo disminuye, y gobiernos y ejércitos cuidaban la plata pero no la felicidad.
Se nos hizo normal que el diez por ciento más rico del mundo, Colombia incluida, se quedara cada año con el 90 por ciento del crecimiento del ingreso. Habíamos excluido a los pueblos indígenas y a los negros como inferiores. Los jóvenes se habían ido del campo porque era vergüenza ser campesinos. Estábamos pagando investigaciones para arrinconar la muerte más allá del cumpleaños 150.
Había preguntas incómodas. Para acallarlas inventamos que podíamos prescindir de la realidad. Con Baudrillard y otros filósofos nos alienamos en un mundo “des-realizado” y escogimos líderes poderosos que dejaron de lado la verdad; y nos dimos a consumir cachivaches y fantasías y emociones que encontrábamos en Netflix, YouTube, Facebook, las celebridades y hasta pornografía de redes, donde metimos la cabeza como avestruces.
Quedaban los pueblos indígenas y los jóvenes y grupos de mujeres y de hombres que nos decían que habíamos perdido la ruta de la realidad y del misterio. Que las condiciones estaban dadas para una fraternidad planetaria. Les decíamos atrasados y enemigos del progreso. El declararse ateo, que puede ser una decisión intelectual honesta, se convirtió en no pocos muestra de suficiencia. El Homo Deus, Hombre Dios, fue el título del libro de Noah Harari que devoramos.
Pero de pronto la realidad llegó. El coronavirus nos sacó de la ilusión de ser dioses. Quedamos confundidos y humillados mirando subir las cifras reales de infestados y muertos. Y no sabemos qué hacer. Ante la realidad Harari llamó estos días al espíritu de solidaridad que antes no vio.
La vulnerabilidad
No estamos definitivamente seguros nunca. En pocas décadas, todos nos habremos ido con o sin covid-19. La aplanadora de la muerte empareja nuestras estúpidas apariencias. “Pallida mors aequo pulsat pede”. La pálida muerte pone su pie igual sobre todos. Y el día que llegue nadie se lleva nada. Nos vamos solos. Sin tarjetas de crédito, sin carro, sin casa. Iremos con lo que hemos sido en amor, amistad, verdad, compasión, y con lo que hemos sido en mentira, egoísmo, deshonestidad. Así enfrentaremos el misterio y nos recordará o rechazará la historia.
Y sin embargo, vivir con grandeza la vulnerabilidad es vivir auténticamente, solidarios e interdependientes, porque allí entendemos que todos somos llevados los unos por los otros, protegidos los unos por los otros. No importa la raza, ni el género, ni el país de origen, ni las clases sociales, ni el dinero, ni la religión. Es el mensaje del covid-19.
La vulnerabilidad nos lleva a incluir a los demás sin creernos superiores. Nos permite celebrar cada día como si fuera el último. Nos da el coraje ante el riesgo y la audacia de anunciar con alegría la esperanza en medio de las incertidumbres.
La vulnerabilidad llega para que los gobiernos entiendan qué es el Estado. La única institución que tenemos los ciudadanos para garantizar a todas y todos por igual, en las buenas y en las malas, las condiciones de la dignidad. Para eso están los presidentes y los ministros y la Policía y el Ejército, y los jueces y el Congreso. Todos vulnerables.
La verdad dura
En la Comisión de la Verdad de Colombia oímos con frecuencia que es un error buscar la verdad de lo que pasó en el conflicto. “Dejen eso así”, es la expresión proveniente muchas veces de un temor auténtico. Pero la realidad de la pandemia muestra que no podemos escapar de la verdad. Que tenemos la responsabilidad de esclarecerla. Por eso la pregunta mundial hoy es sobre la verdad del covid-19, ¿qué elementos lo componen, cómo se expande, cómo se puede detener? No aceptamos que nos digan que posiblemente es el montaje de un susto, que a lo mejor en un mes habremos salidos, que con el rezo de una novena se cura. No nos sirven suposiciones, ni ilusiones, ni creencias. Necesitamos saber la verdad.
Quizás ahora se comprenda por qué seguimos buscando la verdad del conflicto armado interno colombiano para encarar realidades que nos destruyen. No podemos abandonar la obligación de esclarecer el asesinato de más de 300.000 civiles y de 9 millones de víctimas sobrevivientes. Y mientras no conozcamos las causas estructurales y asumamos las obligaciones que surgen de esa verdad, continuaremos lo que hoy sigue, con 10.000 personas armadas entre el ELN, las disidencias y los grupos del narcotráfico, el asesinato de líderes y la ruptura de las comunidades.
Estamos de acuerdo con las medidas extraordinarias tomadas por el gobierno y los alcaldes ante el coronavirus. Son decisiones de poder de Estado que muestran que sí es posible lo extraordinario ante una realidad mortal cuando hay voluntad política. ¿Cuándo tomaremos medidas extraordinarias contra la violencia política unida al narcotráfico que ha sido mucho más letal que la pandemia entre los colombianos?
El mensaje de los Kogui
Hace tres semanas los mama Kogui nos recibieron en La Sierra por una invitación de Juan Mayr. Nos compartieron el dolor de la destrucción de su hábitat y la dificultad para preservar los sitios sagrados. Estaban enterados de la pandemia y el mensaje que nos dieron fue sencillo y claro:
Las fuerzas espirituales que originaron la naturaleza pusieron el conocimiento en cada ser. Hay un conocimiento en la tortuga, en el árbol, en la piedra, en el agua… Los seres humanos tenemos que aprender de ese conocimiento. Pero hemos ido matando a esos seres, y al matarlos, matamos el conocimiento. Por eso cada vez conocemos menos, y por eso pasamos a matarnos a nosotros mismos, y puede ser que la naturaleza termine por matarnos a todos.
El mensaje no es para dejar lo ganado con la ampliación de la expectativa de vida al nacer, la educación y la tecnología que nos comunica. Es para invitarnos a cambiar todas las locuras que nos distanciaron de la naturaleza y de nosotros mismos y nos precipitaron en el egoísmo, la injusticia, la inequidad, la violencia y la mentira.
La gente primero
Estamos recluidos. Trabajamos por las redes. En la Comisión de la Verdad escuchamos las grabaciones de 12.000 víctimas. Leemos. Contrastamos opiniones. Como nosotros, millones en Colombia trabajan en sus casas y reciben ingresos. Pero hay otros millones que comen de lo que ganan en el día, que no pueden comprar un bulto de papa porque pagan cada noche por la libra de arroz y el cuarto de aceite.
¿Qué va a ser de ellos? ¿Cómo van a sobrevivir encerrados cuando pasen tres semanas, o 20? Son las preguntas de madres solteras populares, de miles de pequeñas iniciativas familiares que venden en la calle, de millones de hogares donde la casa es un hacinamiento de dos cuartos donde viven del rebusque cinco o siete personas. Estas preguntas ponen a prueba al Estado y a la solidaridad de todos nosotros. Si todos dependemos de todos y no respondemos, esa multitud va salir a llevarse lo que haya en tiendas y supermercados, porque nadie puede dejar morir a su familia. En necesidad extrema todas las cosas son comunes, escribió el teólogo Tomás de Aquino. Si esa multitud sale a la calle nos invadirá el virus.
El Gobierno nacional y los alcaldes han de ir más lejos para estar a la altura de las exigencias de la crisis. Las empresas privadas y los bancos tienen que actuar. Y es una obligación personal de cada uno de nosotros, ciudadanos. Parece desproporcionado decirlo pero es un asunto de vida o muerte. De todos en la cama o todos en el suelo. ¿Seremos capaces esta vez de comportarnos como seres humanos?
El silencio
Las calles están vacías. La locura de correr para llegar puntuales se ha detenido. La ansiedad del tráfico insoportable no nos atrapa. Si queremos, por fin podemos hacer silencio. Si lo hacemos tenemos la oportunidad de acceder a lo profundo de nosotros mismos, conectarnos y comprender. Podemos hacerlo en familia. Es el momento de dosificar el tiempo ante la televisión y el celular para abrir espacio a la realidad del misterio que se deja sentir cuando nos abandonamos en quietud a lo que llega desde nuestra experiencia interior. Allí accedemos a la sabiduría que hace clara la razón de vivir, y lúcida la conciencia y las responsabilidades personales y públicas.
Allí cobra sentido la determinación de avanzar a sabiendas de nuestra propia fragilidad. La necesidad que tenemos los unos de los otros. El significado de la dignidad auténtica que solo existe si las condiciones de la misma están dadas para todos y todas. La viabilidad de lo que nos parecía imposible: la generosidad, la solidaridad y, más allá de la justicia, la reconciliación y el perdón. El coraje de vivir en medio de la vulnerabilidad.
*Padre Jesuita, filósofo, economista y presidente de la Comisión de la Verdad.
Tomado de: https://www.semana.com/
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